Artículo publicado en el periódico Ideal, febrero de 2018
En los organismos
vivos hay una base natural gracias a la cual nacemos, un programa que viene
dado por el código genético. Son los rasgos que uno tiene antes de toda
educación. Es predeterminado genéticamente.
En los humanos hay,
además un código cultural que no es producto individual sino que lo aprendemos
desde el momento de la concepción. Son muchos los experimentos que demuestran
que el estado de la madre e incluso, el entorno, influyen en la paz y en la
felicidad del feto. La música, por ejemplo, el sentimiento de paz que los
padres transmiten al no nacido, casi siempre de forma inconsciente.
Con las naciones ocurre otro tanto.
La base geográfica le
viene dada y condiciona en sentido amplio, sus fronteras, su economía y hasta
el temperamento de sus gentes. No es lo mismo vivir bajo el sol radiante del
sur que en Noruega o Rusia donde a las cuatro de la tarde es de noche y viven dentro
de sus casas con potente luz artificial.
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Como se ve, los
elementos naturales de un país y de sus habitantes son “recibidos”, no los
construimos.
Sin naturaleza, sin
cultura, no somos casi nada.
Casi nada porque el cerebro
de cada uno es distinto, Ese “casi nada”, es un megacomputador de miles de millones de
neuronas que son como nanoordenadores que se ponen inconscientemente de acuerdo
para mantener al ser humano vivo y saludable.
En el neocortex de
cada cual, las neuronas son la base de las decisiones voluntarias, en la zona
lindante con la médula, las neuronas asociativas estabilizan el sistema, etc.
Está claro que en todo
este contexto que parece una burbuja protectora en cuya atmósfera los
individuos pueden tener iniciativas, planes y transformar lo que recibieron,
mejorarlo o remozar las fachadas.
Hay otro elemento más
dinámico que son los acontecimientos históricos: las guerras, las revoluciones
y las posguerras donde se gestan las paces, los consensos, donde las pasiones
amainan y los cambios que resonaban como cataclismos resultan pequeñas
variantes de matiz.
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Empecemos por la
Constitución.
Tras una paz forzada
de cuarenta años, el consenso sobre la necesidad de no repetir la guerra civil
creó un acuerdo universal que alumbró la Constitución de 1978. Todos aceptaron
un Estado que podía ser el armazón formal de un país libre. Todos, hasta los
nacionalistas porque se les proporcionó un futuro cuando no tenían nada.
El país ha ido
funcionando con cierta normalidad hasta que llegó el cambio de la socialdemocracia
por la ideología de género y el “buenismo”. Ambos talantes suponían una
reinterpretación de la Constitución de
1978. Lo que era ley debía entenderse como transacción; un “nasciturus”, alguien con derecho de
vida, se leía como un tumor o cuerpo extraño. Los grados académicos, se
entendieron como mentiras de la clase dominante que impedía la igualdad de
oportunidades. Todos licenciados, todos de todo pero sin formación profesional.
Y vino la crisis.
Casi una década de
inestabilidad económica y social para un 30 o 40% de la población. La salida
lenta, la debemos a la conjunción de la compra de la Deuda por el BCE y a la
reforma laboral que como en toda Europa, ha incrementado el trabajo temporal y
precario.
El referente, el eje
que ha permanecido estable ha sido la Monarquía constitucional.
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Una forma de gobierno
es indiferente de suyo y su razón de ser
es que funcione. La nuestra ha funcionado razonablemente bien y cuando ha
declinado se ha sucedido a sí misma.
La Constitución
tampoco es un producto arbitrario de unos pocos sino que nace de la necesidad
de fijar unas reglas de juego que
permitan asegurar la convivencia. Establecer resortes para asegurar la
cobertura de las necesidades de la población.
Tampoco ha funcionado
mal en estos cuarenta años. No por el tiempo pasado, porque el tiempo no cambia
nada sino por ciertos defectos de fábrica, explicables por la necesidad de
consenso. Precisa una mejora que subsane desajustes evidenciados recientemente.
La igualdad para todos
los españoles es el denominador común que señala los posibles ajustes. Esto
afecta a la Educación, a la Sanidad, a la Seguridad Social y a la Ley Electoral
que es la responsable de muchas anomalías.
La Constitución no es
sólo un producto artificial de la voluntad popular. No debe imponer una
ideología a la mitad de los españoles, ilustrándolos sobre la decisión temprana del sexo o género,
pues la mayor parte de infelicidad infantil viene de la falta de un padre y una
madre que mantengan una estabilidad hecha de amor y sacrificio. Lo que no
conlleva un cierto coste, corrompe.
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