Desde los antiguos egipcios, 3000 años a. C., el afán de
inmortalidad se materializa primero en
piedra, luego, cerámica, en papiros o en papel. 10.000 años antes de nuestra
era, no había civilización, o sea cultura de ciudad, sólo campos y ganado, propios del Neolítico. También
fósiles, huesos petrificados que más tarde, alegrarán la vida a los científicos.
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Todo es cuestión de memoria que en muchos planos se confunde
con la vida misma. Ningún chimpancé nos dejó su diario porque no concede
importancia a lo que puedan pensar sus hermanos de su rutina diaria: comer,
beber, rascarse, siempre igual, siempre repitiendo los mismos ciclos.
Los seres humanos no nos conformamos con eso. La
satisfacción de nuestras necesidades primarias no tiene como fin último, quedarse
en ellas.
Esas migraciones actuales, tan semejantes a las
prehistóricas, en donde millones de hombres y mujeres, de niños y niñas caminan
miles de kilómetros en busca de pan y algo, siempre tienen la esperanza de que
después de haber satisfecho esos mínimos que exige su metabolismo podrán, subir
más alto, tener papeles no para tener papeles sino para tener residencia y
trabajo. Y esto, para empezar.
Sus hijos podrían tener una enseñanza adecuada e ir a la
universidad,: tener el nivel humano del europeo medio y del norteamericano
medio, pero sólo para ir más lejos y más rápido.
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Es interesante conocer la opinión de Karl Marx, si pudiera
comprobar que los niños hambrientos que forman parte con sus padres, del “ejército
de reserva”, es decir, en espera de un puesto de trabajo, tienen su móvil,
precisamente gracias a que cobran el paro.
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El afán de supervivencia es la ley suprema de toda realidad. La economía no está excluida del
cumplimiento de esa ley y los juegos del capital y trabajo las oscilaciones de
la oferta y la demanda acaban siempre en nuevos motivos de adaptación
A pesar de los profetas de calamidades, los que viven bien
cada vez viven mejor y los que malviven tienen una esperanza de vivir por lo
menos, como los pobres del mundo desarrollado.
En ese paraíso imaginado, muy pronto se pierde el gusto por
la vida. Así ocurre en los países más ricos y cultos.
En España, la tasa de asesinatos por violencia de género alcanza
una cifra cercana a 60 personas. Los asesinos, especialmente los yihadistas,
prefieren morir matando. El número de muertos en accidentes de tráfico, por ir los
conductores “colocados”, se cuentan por miles y la tasa de suicidios en gente
joven es la primera causa de mortalidad en esa edad.
Ahí queda clara la diferencia de sexos. Las mujeres, en
general, están hechas para reservarse, para conservar y reproducir y los
varones instintivamente están hechos para arriesgar y en ocasiones,
insatisfechos de sus vidas para hacer mutis por el foro. Es una cuestión entre
moral y hormonal.
Podemos extraer una enseñanza de todo ese listado oscuro: el instinto de supervivencia de la especie, es mucho más
poderoso que la de los individuos. Esto sucede, de modo parecido en los
animales aunque no circulen por autopistas.
En los humanos, si el individuo está inserto en su
ecosistema social y natural, la supervivencia es mayor. Un ser humano acogido
en una familia, en una tribu, en un clan
o en un estado no tiene en general muchas ganas de morirse. Las excepciones que
todos conocemos confirman la regla. Si aquellas tienden a ser más numerosas que
las regularidades, podemos pensar que estamos ante una especie en peligro de
extinción.
Las políticas de los estados procuran fomentar el
individualismo y el relativismo, apoyándose en ideologías como la de género, Al
mismo tiempo quieren frenar las migraciones. ¿Es razonable, biológica y
socialmente hablando, un país poblado por hombres y mujeres sólos y solitarios?
¿Es pensable una civilización narcisista en donde los individuos tienen “libertad
de golosina” (sexo, droga- y el Estado retiene la verdadera libertad y el poder absoluto?
Si queremos que Europa y su cultura sobrevivan, habrá que
sustituir la lista de suicidios por las actas de nacimiento como se espera del buen amor.
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