Artículo publicado en el periódico Ideal, septiembre de 2021
Los egipcios fundaron una cultura orientada hacia el más allá.
Tenemos
textos escritos anteriores a la Biblia que lo dejan bien claro.
La cultura
funeraria de Egipto es ya un refinamiento religioso, francamente elaborado,
pero, desde la Prehistoria tenemos pruebas fósiles de que allí donde hay un ser
humano hay una tumba, con joyas, los alimentos preferidos del difunto y mucha
tintura ocre.
Relacionar
racionalmente la vida con el más allá, es de sentido común. Solamente el empleo
utilitario de la ciencia y el objetivo ilustrado de una sociedad feliz en el
más acá, puede haber ofuscado esa exigencia racional.
Los
tanatorios, las incineraciones, son muestras, de cómo el hombre de las
sociedades desarrolladas, no quieren ver la muerte ni en pintura. En este
sentido, cabría comprender, un aspecto positivo del asunto puesto que la gente
quiere vivir bien y la muerte, no es precisamente eso.
Hay, pues, una clara conciencia de la distinción entre lo bueno y lo malo y de
que lo bueno, va ligado a la vida y no sabemos de otra vida que la del más acá.
La misma idea de progreso, se apoya en esa
característica específica del ser humano, de ver siempre “más allá”. ¿Dónde
está el problema?
El deseo de
progreso y de mejora, es un rasgo humano que va ligado al desarrollo de la
inteligencia, de la cultura y de la civilización. Todos queremos vivir mejor
porque no somos tontos. Se encuentra, pues, una contradicción entre la buena
vida del presente y la evidencia indiscutible e indiscutida, de que esa buena
vida, supuesto que llegue a ser tal, tiene un límite y más de uno, por cualquier
parte que lo miremos.
Esa
limitación de la buena vida que es la muerte, viene a constituirse, en el mal
por antonomasia y es natural que se trate de erradicar de nuestro imaginario,
de nuestras representaciones sociales e institucionales. No hay manera de conseguir que la mejor de las
vidas presentes, tenga duración eterna.
Comprender que un ser vivo quiera seguir siéndolo, no precisa mucha ciencia, pero sólo los humanos, quieren seguir vivos, sabiendo que son mortales, por naturaleza. Aquí toda ciencia es poca.
La fugacidad
de todas las cosas que percibimos con los sentidos, no afecta a un dato de la
inteligencia que ningún científico va a cuestionar: la verdad inmutable
(eterna) de la matemática y con ella, de la estructura del universo dentro del
cual, estamos nosotros.
El más allá,
no es un lugar al otro lado, a donde nos lleva la barca de Caronte. No hay
instrumental científico que verifique que más allá del espacio y del tiempo,
hay espacio y tiempo.
Habrá que
pensar, pues, que el más allá es el lado invisible de lo visible, la estructura
ideal lógica y matemática, de este mismo mundo en el que vivimos. Lo que
nosotros pensamos como estructura objetiva, es un producto de nuestra mente.
Más allá se descubre como el pensamiento vivo y creador que anima todo lo que
existe.
Si la
matemática es sólo objetividad, no hay explicación de cómo se ha puesto a
animar la materia. La existencia concreta y contingente no se explica sino por
una decisión creadora.
No hay más
que una vida, la que percibimos y sentimos y la que entendemos como aquel
“territorio” en el que reside el pensamiento matemático. Es el mundo de las
posibilidades, de los proyectos, del siempre jamás, el mundo donde todo es
posible, como en matemáticas: el reino de Dios.
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