Artículo publicado por el periódico Ideal, octubre 2021
Es posible que los polinesios llegaran a la Isla de Pascua y de ahí
saltaran al continente. Cabe también que antes que los españoles llegaran
algunos mongoles a Alaska o los mismos vikingos a Terranova, pero eso
no es descubrir América. No son hechos memorables.
Sí lo son que los navegantes españoles abrieran los ojos de América a la
Civilización europea y que ésta extendiera la Modernidad, a esos pueblos.
No era otra la cultura que se exportaba a América. Era un momento en
que España estaba de moda, Cisneros hizo posible la Universidad de
Alcalá donde no se explicaba la filosofía nominalista de Salamanca y la
Biblia Políglota se anticipaba a la gran empresa de imprimir la Escritura
en sus lenguas originales.
Aunque las cartas geográficas estaban relativamente claras, embarcarse
por el Mar Tenebroso hacia lo absolutamente desconocido, representa
una calidad humana más de descubridor que de conquistador.
Cuando algunos creían aún que la tierra era plana, Cristóbal Colon e
Isabel la Católica apostaron por llegar a las Indias orientales no por la ruta
portuguesa sino por la cara oculta de la Tierra. Esto sólo es pensable
partiendo del supuesto de la redondez del planeta. Siglo y medio antes
que Galileo.
Nosotros entramos en América en nombre de Dios y de Castilla, teniendo
este título el significado de que los territorios conquistados no eran
colonias en el sentido moderno del término sino parte del territorio
español a modo de Comunidades Autónomas que se denominaron
Virreinatos.
Tanto era el sentido que los españoles tenían de la igualdad de los seres
humanos que, desde el primer momento, no cazaban indios, sino que se
casaban con sus hijas. De tal modo que hoy mismo hay indigenismo
porque hay indígenas mientras que en el Norte quedan pocos en
reservas, a modo de museos a los que se puede entrar por un módico
precio.
Nosotros creamos ciudades, Universidades, Bibliotecas y como todos los
que ponen el pie en lo ajeno, se llevaron el oro, la plata, los tomates y las
patatas que salvarían a Europa de los períodos constantes de peste,
secuela del hambre.
Nos llevamos el oro, pero dejamos el alma y cuando por nuestra mala
cabeza fundimos el oro, no sólo en disfrute sino en la defensa de valores
universales en Europa, en América crecían y crecían hombres y mujeres
de todas las razas que hablaban español.
Y con el español, llevaban consigo toda la obra del siglo de Oro:
Cervantes, Garcilaso, Vitoria y Suárez.
El Quijote, retrato profundo y descarnado del espíritu español que nos
escanea hasta lo más recóndito y que testifica que luchamos no por el
oro sino por un ideal tan alto que en su locura preparaba una larga
decadencia.
A mediados del siglo XVIII, el Conde de Aranda, Capitán general de
Valencia y luego de Madrid, el personaje clave del reinado de Carlos III, ya
proyectó un plan para resolver el futuro de la América hispana, pues,
estaba convencido que no se podría sostener aquel Imperio, mucho
tiempo.
América se gobernaba desde la península y la mayor parte de los que
ostentaban autoridad, del virrey hasta cualquier corregidor, eran
españoles nacidos en la península. Ese método buscaba conseguir una
imparcialidad en aquellos lugares donde no cabía esperarla de los
naturales.
La rivalidad entre los criollos ricos y los funcionarios llegados de España
que, aquellos motejaban de “zarrapastrosos”-dice Madariaga- se
prolongó siglos y derivó en la Emancipación.
La España “donde no se ponía el sol” proyectaba muchas sombras como
es propio de todo lo humano.
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