Artículo publicado en el periódico Ideal, febrero 2022
La forma más “avanzada” de democracia se la debemos a Spinoza: quien tiene que decidir qué es bueno o malo es prerrogativa de la mayoría de la Asamblea.
Esta democracia maximalista, afortunadamente
no cuajó ni siquiera en la Constitución norteamericana, ni en posteriores Declaraciones
de Derechos Humanos.
En todas ellas se
reconocen aquellos Derechos como previos a toda votación.
Se suele argumentar que lo propio de las
sociedades “avanzadas” es avanzar, y avanzar es cambiar, dado lo aburrido en
seguir siempre en lo mismo.
Sin embargo, esa
mentalidad que siempre quiere cambiar “a lo que sea más cómodo”, privilegia la
comodidad individual sobre la social que es uno de los rasgos de todo delito.
Pero ¿qué es un
derecho o qué es un delito?
Es cierto que el
derecho y la moral no son lo mismo y que un acto moralmente malo no tiene por
qué ser de suyo penado por las leyes, pero aquí no tratamos de penas sino del
acto metajurídico de decidir qué es derecho.
En democracia las
leyes las dictan los legisladores que lo son por su pertenencia a un partido
político o a una coalición dominante. Así la política al establecer los
derechos, establece a la vez, los deberes.
Al cabo de cuatro
años o menos, cambian las mayorías y lo que era derecho, ahora es un entuerto y
lo que fue tuerto se convierte en sano.
El positivismo es
un relativismo jurídico a ultranza.
En todos los
países que fundaron la democracia moderna se distingue muy bien entre el nivel
de la Constitución y el de la legislación ordinaria. Una Constitución tiene una
vocación de permanencia porque quiere ser el referente de las demás leyes.
Por esta razón se
mueve en una esfera intemporal que no se presta discusiones en el día a día y
en cada momento.
Por lo mismo la
tabla de derechos humanos, si quiere garantías de reconocimiento debe ser lo
más intemporal posible puesto que quiere ser lo más permanente posible.
A partir de los
sesenta del pasado siglo, se vuelve a la mentalidad del socialismo utópico del
siglo XVIII, que todo lo pone en cuestión y solfa generando unas nuevas
ideologías que deciden volver del revés todo lo que hasta entonces se tuvo por
derecho.
¿Y por qué no si
cambiar es avanzar?
La posmodernidad
en la que estamos, es una especie de enciclopedismo en donde dar la vuelta a lo
que hay (Voltaire) es acercarnos a la justicia.
Conceptos tan
evidentes como qué es derecho, qué es humano, que es sexo, que es animal, que
es finito e infinito, se vuelven del revés concluyendo en postular una sociedad
meramente formal en la que sus individuos están todos desvinculados unos de
otros, y cualquier regla es opresiva.
Las normas son
entendidas como una fuerza antidisturbios.
Reducir el derecho
a política es malo, pero reducir la moral a política es simplemente vender
huevos sólo con la cáscara.
Se vuelve del
revés aquella máxima liberal “el derecho de cada uno llega hasta donde empieza
el derecho de los demás”. trocándolo por la máxima okupa: “Mi derecho individual
no tiene límites” con lo que el absoluto social se cambia por el absoluto individual.
Llega un político
y me dice que el derecho a la vida no es un derecho sino un prejuicio que lo
avanzado, por cómodo, es banalizar la vida en favor de la libertad de una madre
cuyo hijo no es un hijo sino un tumor.
El sentido común,
por común, aplasta mi libertad.
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