Artículo publicado por el periódico Ideal, octubre 2010
La
eutanasia, como el aborto, la guerra y
como la misma pena de muerte, plantean el siguiente problema de fondo: ¿Puede
el hombre individualmente o por la representación de sus instituciones asumir
una decisión libre sobre la vida y la muerte?
En las
Declaraciones históricas que enuncian y proclaman los Derechos del Hombre, se determinan
libertades y posibilidades pero no se entra a definir el contenido semántico de
esos derechos.
Se
habla del derecho a la vida, a la propiedad o a la libertad e igualdad pero no
se concreta su contenido: ¿Qué debemos entender por vida, familia, propiedad e
igualdad?
A los
padres Fundadores de la Constitución de los Estados Unidos no se les ocurrió la
necesidad de definir esos conceptos porque actuaban según el más elemental
sentido común.
El
“desarrollo progresivo” de la civilización ha llevado a ir más allá de la libre
decisión sobre los nombres, hasta la libre decisión sobre los significados de
esos nombres.
Cualquier
definición de cualquier diccionario puede ser puesta en cuestión.
¿Qué es
vivir o qué es morir? ¡Vaya problema!
Si
queremos tener seguridad jurídica sobre esos temas no hay más que un camino “¡Decidámoslo!”.
Ya es hora de que la Humanidad se libere de tópicos e inercias y tome en su
mano las riendas del propio destino.
Podemos
tomar esa decisión metafísica de trocar las definiciones de los diccionarios en
sus contrarios, el verdadero problema es si debemos.
Recordemos
de paso, que a principios del siglo XX, André Bretón entendía el surrealismo
como una revolución liberadora y años más tarde, el teatro del absurdo con
Samuel Becket e Ionesco, hacían del absurdo un método demoledor, que era una manifestación
de su anarquismo intelectual.
Pero veamos el destino a dónde nos lleva la libertad absoluta de decisión sobre estas cuestiones.
Si la
vida es lo que la madre decide por vida, si la propiedad es lo que el okupa
decide por propiedad, si el sexo es de libre decisión, si la justicia es lo que
decida la política, si la sanidad es para los más útiles y carece de sentido
para los ancianos, si la igualdad y la identidad depende de la libre decisión
de cada uno y no de la aritmética, la conclusión no es cómo pudiera parecer,
“un casi absolutismo”, sino el
absolutismo de la dictadura.
Porque
la arbitrariedad es el caldo de cultivo de la dictadura.
El
feto, el enfermo terminal, el anciano, el enfermo mental serán redefinidos por
el estado o por el aparato de propaganda que convenza a cada uno de ellos sobre
lo que son.
Esta
ruta, que la sonrisa orwelliana del Gobierno, está recorriendo y con gran rapidez, es una máquina demoledora del Estado de Derecho, en donde
los derechos se reconocen, no se deciden.
Todas
aquellas paredes maestras del sistema: la Judicatura, las Cortes, el poder
moderador de la Monarquía se encuentra a merced del arbitrio de una sola
persona.
El Rey que
es el poder moderador del Estado de Derecho, se encuentra sin poderes que
moderar, siendo él mismo, moderado.
Lo que
sea vida o muerte, lo que sea propiedad o libertad, lo decide, según Hegel, uno
que en los antiguos Imperios asiáticos era el Emperador.
Porque
los emperadores, tenían una alta idea de la libertad, la más alta: la que sólo
ellos ejercen.
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