Artículo publicado en enero de 2021 en el periódico Ideal
El brusco
viraje en la Presidencia de los Estados Unidos, nos alerta sobre la misión de
este país en el mundo y su posición de “policía universal”.
Si alguna forma de gobierno responde a un
contexto decimonónico, esa es la democracia americana, con una Constitución modelo
del estado de derecho. Con pocos cambios y enmiendas, más cerca del esquema
revolucionario francés que de la tradición inglesa.
El alma de
todo el sistema no está escrito. Se basa en el principio liberal de que “mi
derecho acaba donde comienza el del prójimo”. Este liberalismo hace de la ley
del mercado lo que en tiempos atrás hacía el derecho natural en Europa.
La
revolución de los colonos americanos surgió como una protesta fiscal contra el
impuesto sobre el azúcar de melaza, que era un ingrediente del ron. Más que una revolución fue una instauración
porque no iba contra nadie. Fue una guerra de independencia contra Gran
Bretaña, no una guerra civil. No había un Antiguo Régimen como en Francia. No
había que transformar nada sino instaurar una democracia nueva.
Esta idea
de que hay que partir de cero, conquistar las praderas, los mares y los bosques
convirtiéndolos sobre el papel en un plano geométrico que da forma a la salvaje
realidad que bulle por dentro y que hace de la novedad su materia prima y de la
libertad, su respiración.
Donald
Trump viene a representar ese salvaje oeste que no se siente bien con las
normas habituales de lo políticamente correcto y que obtuvo en las pasadas
elecciones, 75 millones de votos. En ese sistema, ellos lo quieren así, lo que
cuenta son los llamados votos electorales, no las papeletas.
Si en los
principios del liberalismo sólo podían votar y ser votados los que poseían una
determinada renta, el llamado sufragio censitario. Así funcionaba el
liberalismo en la Europa de la primera mitad del siglo XIX.
En España,
por caso, sólo podían votar unas 300.000 personas. La democracia surge en
Europa bajo el principio del sufragio universal y por eso se llamaba
“progresista”.
En Estados
Unidos no se alcanzó el sufragio femenino hasta la 19 enmienda, en 1920, que
rechazaba la discriminación por sexo. Este hecho y la dificultad que las
minorías siguen teniendo en algunos estados para acceder al voto, hace pensar
que la nación comenzó siendo más liberal que demócrata con tendencia al progresismo.
En las
elecciones americanas es imprescindible una financiación multimillonaria que
hace el papel del sufragio censitario.
En las
democracias europeas, el igualitarismo del voto parece ser menos oligárquico,
más popular y transparente, pero es obvio que sin el apoyo de la patronal o de
los medios de comunicación que dependen de ella, es muy difícil que prospere
cualquier candidatura.
Llegamos a
concluir que la democracia occidental es una forma camuflada de sufragio
censitario como en el primer liberalismo.
La “fuerza
viva” de la democracia americana, fluye de lo menos democrático de su
naturaleza. La libertad salvaje del oeste, está dispuesta a construir un país
partiendo de la nada por el impulso de la iniciativa individual.
Estados
Unidos sigue en estado naciente, sin contexto histórico. Nosotros hacemos
futuro, desenterrando muertos, o jugamos a conservadores y progresistas.
Los Estados
Unidos emergentes como esos geyser calientes del Norte, no tienen apenas
historia y sólo les interesan los buenos negocios.
¿Cómo es
posible hacer compatibles las fuerzas vivas con la democracia igualitaria?
Mediante una concepción mínima del Estado que regula el tráfico económico desde
la Reserva Federal.
El episodio
Trump ha hecho saltar la verdad que nunca estuvo oculta pero sí, silenciada.
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