Artículo publicado en le periódico Ideal, julio 2022
El telescopio James Webb acaba de transmitir unas imágenes
prodigiosas de espacios siderales, profundos, nunca antes
observados gracias a una tecnología no empleada anteriormente.
Hay, además de las imágenes, una novedad radical cuya
reproducción ha sido posible gracias a otra novedad radical. Entre el
instrumento y el firmamento que ha sido puesto visualmente a nuestro
alcance, estamos nosotros los espectadores, empezando por los
ingenieros de la NASA y sumándose a ellos, todos los hombres y
mujeres del mundo mundial.
El hecho es impactante y nos permite reflexionar sin grandes
especulaciones.
Por de pronto, desde la más remota antigüedad, los humanos
tuvieron a su alcance el cielo que aun llamamos firmamento porque se
creía, entonces que las estrellas del fondo eran fijas.
La astronomía y la astrología, son un intento de interpretar los
sucesos humanos, apoyándose en las conjunciones de las
constelaciones y su valor simbólico, tal como vemos en el zodiaco.
Son tan antiguas como el mismo hombre.
Lo que ahora tenemos son unas fotos ampliadas que nos permiten
ver lo que ya habíamos visto a escala minimalista y lo que, por la
potencia del telescopio, ahora vemos lo que nunca habíamos visto.
La potencia de la imagen y su resolución, nos hacen llegar registros
que muestran el estado del cielo hace millones de años luz, en la
búsqueda del momento inicial del Universo en el Big Bang.
Al filósofo de la ciencia se le ocurre pensar que esas estrellas, esos
planetas y exoplanetas, esas nebulosas y esos gigantescos huracanes
que debe producir la traslación de esas masas en sus respectivas
órbitas, siguen un reglamento preciso. Tienen un “reglamento”
preciso. Todo lo que existe vivo o muerto sigue unas normas. Cuando
no las conocemos o los elementos son innumerables, decimos que se
mueven por azar.
Sabemos que el cielo está ahí fuera de nosotros y que nuestros
telescopios son unas gafas de aumento con dispositivos de fotografía
y luz que saben utilizar los ingenieros, pero también es cierto que los
astrofísicos y demás espectadores somos personas de verdad como
también son de verdad las estrellas y los telescopios.
Nadie va a dudar de todo esto.
Einstein parece que le dijo a su hermana cuando le hicieron un
homenaje multitudinario en Japón: “Me siento como un estafador al
que la policía va a detener pronto”.
Ese sentimiento honrado revela que el gran físico sabía distinguir
entre las leyes que él descubrió y su propia mente.
Las leyes funcionan desde el Big Ban pero Einstein no las
reconoció, hasta 1905.
Todo funcionaba admirablemente según ecuaciones que dirigen
las estrellas, pero qué éstas ignoran. Sus masas enormes, sus
velocidades vertiginosas, raramente colapsan y, en general, no se dan
atascos.
El astrofísico o el mismo lector puede admitir que las cosas no son
personas y las ecuaciones tampoco pero que no se “fabrican”
ecuaciones sin personas.
Las ecuaciones según las cuales se mueven las estrellas y nosotros
mismos, sólo puede haberlas pensado una Mente prodigiosa.
Al final de su “Crítica de la razón práctica” Kant exclama: “Hay dos
cosas que me estremecen: el cielo estrellado encima de mí y la ley
moral dentro de mí”. Era un honesto ilustrado que dio el salto desde el
mundo de los fenómenos al yo transcendental que los hace posibles.
No es un yo experimental sino la condición de todo experimento.
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