Artículo publicado en el periódico Ideal, julio 2023
La mayoría de los humanos nos creemos especiales, o sea únicos,
de modo que la especie humana es un conjunto de individuos que se
creen, únicos y especiales. En relación con otras especies animales, si
echamos la mirada a rebaños, ovejas, hormigas, caballos, los vemos
como repetición de un molde, lo que proporciona uniformidad sin
diferencias esenciales.
Si los seres humanos nos consideramos únicos, es por muchas
razones: la primera porque somos capaces de domesticar a las demás
especies y también porque tendemos a sobresalir por encima de los
demás individuos de la propia especie. He ahí la selectividad natural.
Se empieza intentando sobrevivir y cuando uno adquiere una vida
estable, en muchos casos se quiere tener mejor vida. No es perfecto,
pero es normal.
Hemos nacido sin nuestra intervención. Biológicamente somos un
producto de un proceso de cooperación entre los dos sexos, en el que
cada uno sin el otro es incapaz de producir los que llamamos hijo.
En cuanto el niño levanta la cabeza y se vale sólo un poco ya quiere
destacar en los juegos o en las amistades.
Cuando la placenta social nos acoge en su seno comienza una
carrera por llegar antes, no importa dónde.
El ojo de Dios, es un observador inercial que mide todas las cosas y
que éstas se configuran según su punto de vista.
Todas las carreras y competiciones le parecen de corto alcance,
pero no lo expresa siempre con claridad porque los hijos, de su alma,
se deprimirían lo que supone un indeseable bajón vital.
Algunos, que llamamos santos, han recibido un “soplo” al oído, un
susurro que les clarifica la situación del mundo ante Dios.
Las pequeñas carreras profesionales, en la están metidos todos los
humanos antes de jubilarse, tienen dos puntos de inflexión, el retiro
forzoso y el retiro vital.
Los hijos cuando inician una carrera quieren llegar y los padres
quieren los mejor para sus hijos. Ni unos ni otros siempre lo
consiguen y cuando llegan a la meta que han escogido, les sabe a
poco porque quieren más.
No es por ambición u orgullo, sentirse defraudado por no llegar a lo
más alto, sino que, desde arriba, se ven las situaciones con otra
perspectiva, se relativizan.
Por otra parte, la humanidad ha sido creada para vivir siempre, vivir
mejor y vivir más. Cuando se alcanzan los sueños, uno querría tener
otra vida para volver a empezar.
Dios lo sabe y quiere que ese deseo de vida que pone en los
corazones de los hombres se cumpla porque para algo lo ha puesto Él,
allí.
Dios quiere a todos los hombres no sólo por un igual, sino a cada
uno como si fuera el único, ha llamado a todos ellos a vivir la única
vida que es vida por definición.
Esta vida, sentimos, que no es vida. La vida es justamente aquella
que se desea perfecta y ningún deseo natural existe sin que Él, que lo
ha creado, lo defraude.
La vida perfecta, la vida feliz sobre la que escribieron Cicerón,
Séneca y Al-Farabí, es una vida a la que todos estamos llamados y que
los orientales llaman divinización y los occidentales, santidad.
Esta fue la misión de S. Josemaría Escrivá: llamar a la inmensa
mayoría a la santidad. Esa mayoría se compone de los que han oído el
mensaje y lo han hecho suyo.
Nada nuevo porque la llamada al Bautismo es ya, una llamada
universal a la perfección en cualquier entorno.
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