Artículo publicado en el periódico Ideal en septiembre de 2019
El
ser humano necesita saber distinguir lo importante de lo menos importante, lo
necesario de lo contingente.
En
líneas generales solemos decir que es una cuestión de sentido común. Ocurre sin
embargo que el sentido común se diversifica según las personas y comienza
entonces un conflicto social entre miles de perspectivas.
En
esa situación, el sentido común es cosa bastante rara si nos fijamos en lo que
transmiten los medios, las series televisivas y los comportamientos de la
“casta”, los antiguamente conocidos como “pomada”, “espuma” y glamour” de la
sociedad.
Cuando
una sociedad no tiene claro el sentido común y lo importante pasa a ser
accidental y lo contingente se hace necesario, se convierte en ingobernable.
Veamos,
por ejemplo, el estatus antropológico de las féminas o qué respuesta damos a la
pregunta ¿Qué es una mujer” y su derivada, por tanto “¿qué es un varón?”
Estas
cuestiones se vienen planteando especialmente desde el siglo XIX y en el XX, de
modo más radical, se plantean en serio
desde poco más de medio siglo, en los sesenta de la pasado centuria y de ahí a
las versiones posmodernas.
Si,
en la Royal Society se hubieran planteado estos temas, hubiera sonado una gran
carcajada en aquellos nobles salones donde se preparaba el progreso científico
y tecnológico.
Parece
pues que el estatuto antropológico de la mujer es una cuestión que surge en
sociedades democráticas avanzadas. Son un producto más del progreso moral y del
progresismo.
Dos
cosas son importantes respecto a la pregunta sobre qué es la mujer:
Lo
primero es establecer la diferencia en relación con el varón. Sólo siendo
diferente podrá afirmarse la identidad de ambos en cuanto personas.
La
defensa de los derechos de la mujer como mujer, sólo será posible si hay
mujeres y la identidad con el varón, sólo se entiende si hay varones.
La
unidad del género humano se sostiene en su diversidad. Defendemos los derechos
de la mujer precisamente en su relación con el varón.
¿Somos
todos iguales? La igualdad absoluta de todos con todos es, decía Hegel, “como
la noche oscura donde todas las vacas son pardas”.
El
feminismo más que un concepto antropológico de mujer y varón aporta una
categoría política iluminada por Simone de Beauvoir, Michel de Foucault y los intelectuales universitarios de la
revolución cultural, tal como iniciaron los intelectuales que restauraron ideas
del socialismo utópico del siglo XIX.
La
opción de género sólo se entiende si por género entendemos no el género humano
sino la orientación sexual de cada uno en un menú de más de cien variantes.
Por
tanto no se nace con un género sino con la opción de elegir.
Este
voluntarismo del género señala que nacemos indeterminados y que nuestra
identidad surgirá con la opción.
No
hay pues punto de partida o naturaleza común sino que la naturaleza si se nos
permite la forzada expresión es un constructo de la voluntad a partir de cero:
un acto creador.
En
el fondo está idea viene dada por la economía de mercado en donde se oferta lo
que va a tener demanda y todo depende del gusto de cada cual. Los economistas
ingleses como Adam Smith fueron todos teóricos del gusto estético.
Esta
versión radical del feminismo-“feminismo de tercera ola”- deja a la mujer y al
varón como opciones de la voluntad libre. Con ello llegamos a este absurdo: la
unidad del género humano que garantizaba la identidad de la persona en sus dos
versiones, deja paso a un escenario de absoluta inseguridad ontológica.
En
un contexto de nihilismo y relativismo, los seres humanos son átomos
absolutamente indefinidos y que se espera que acabarán definiéndose. Esa
inseguridad del que no sabe quién es y que se ve obligado por la Agencia
estatal de identidad a elegir ya su orientación, crea problemas de tipo,
incluso psicológicos.
Esos
problemas se incrementan infinitamente si la opción de género no se consolida
en la primera elección sino que permite la vuelta atrás y optar en cada momento
de una orientación sexual distinta.
Esta
posición que es la actual fase hace del movimiento feminista un auténtico
ciclón revolucionario, capaz de disolver toda estructura y sobre todo la de
persona.
El
concepto romano-cristiano de persona va ligado a dos principios: persona es
quien puede presentar una demanda ante un juez y que en Roma era facultad de
los ciudadano-cives. Es por tanto un concepto jurídico-político.
El
Cristianismo rechaza ese concepto político de persona por considerar la
igualdad de los sexos en el marco del Derecho, por ser indistintamente, hijos
de Dios.
Ambos
modos sucesivos y ensamblados de concebir a la persona, presupone un orden jurídico
que garantice el libre ejercicio de los derechos de la persona: políticos,
sociales, económicos, etc.
La
opción de género, en esta última fase posmoderna de la tercera ola, socava
todos los referentes y todos los contrafuertes que hacen posible la sociedad
humana.
Estamos-en
los proyectos de este radical feminismo en una sociedad de átomos que pueden
ser cualquier cosa pero no son nada porque, de ser algo, se liquidarían toda
posibilidad de opción.
El
nihilismo en estado puro.
Nada
ya es importante, nada necesario. Sólo importa lo superfluo. Esta concepción convierte lo insustancial en
absoluto, según aquella frase-tenida por aguda- de Oscar Wilde: “A mí que me
den todo lo superfluo y me quiten lo necesario”.
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