Artículo publica en el periódico Ideal, en septiembre de 2020
La juventud más “avanzada” del
mundo, los herederos de quienes saltaban el Muro en 1989, se concentraron en Berlín.
Unos cuantos miles.
Niegan en redondo que exista la pandemia y que, por tanto, los cientos de miles de muertos, las cuarentenas , las mascarillas, etc. son un montaje conspiranoico del globalismo, los grandes capitales y sus canales de transmisión, los medios audiovisuales.
El negacionismo no es un movimiento reciente sino que ha existido, incluso como una ética y una manera de entender la vida.
Puestos a negar, se ha negado
casi todo: el genocidio armenio, el holocausto, el genocidio indio y la cultura
hispánica del mestizaje, la existencia de Dios o la existencia de ovnis y alienígenas.
Se niega tanto lo más horrible como lo más benéfico. Habrá que preguntarse por qué.
Se niega tanto lo más horrible como lo más benéfico. Habrá que preguntarse por qué.
Una pista la proporciona una filosofía escéptica, la de Pirrón de Elis que lo negaba todo: No existía ni el bien ni el mal, ni la vida ni la muerte, ni el dolor, ni el amo ni el esclavo. La razón que daba consistía en que el negacionismo metafísico era una exaltación de la propia libertad del que niega.
Una negación absoluta de toda evidencia demuestra un carácter muy fuerte, un aislamiento de toda realidad, un desprecio por todo lo que no es él mismo y una autenticidad incontestable.
Hay formas de vida negacionistas en las filosofías orientales que sumergiéndose en su conciencia pura, no sienten ni padecen. Una huida del mundo y de los hombres, causantes de las guerras y sufrimientos.
En todos estos negacionismos hay un elemento común entre otros que me parece principal: el trueque de la solidaridad por la autarquía.
La autarquía era también un ideal de Pirrón que decía no necesitar de nadie.
En ocasiones, uno se encuentra con alguno de estos negacionistas que pasan por ser grandes héroes y pensadores sufridos que son verdaderos depredadores del sistema. Con humildad fingida y su cara de víctima y de miseria, colocan a los suyos y así mismo bastante arriba.
El clericalismo clásico, el de nuestro siglo de Oro o el del siglo XVIII, no dejaba de ser un negacionismo interesado. En aras de una devoción fingida recargaban de rentas, de prebendas y honores, precisamente porque decían no aspirar a ellos y no ambicionaban lo pasajero sino lo eterno.
Así nuestro célebre Duque de Lerma llevaba los asuntos de estado, para que Felipe III pudiera cazar y holgar.
Este es aquel que consiguió el capelo cardenalicio para evitar ser imputado. De él decía el pueblo: “Se vistió de colorado/para no morir ahorcado”.
El individualismo como toda pseudorreligión, tiene paradójicas concomitancias con el socialismo de género, hasta el punto que se necesitan mutuamente para sostenerse.
Si niego la evidencia patente de la distinción entre perro y perra, además de promover la extinción de su raza, exalto mi libertad individual por encima de todo.
Esa proeza épica sólo subsiste con un estado-paraguas que subsidie todos los individualismos que suelen ser “frankesteinanos”.
La inmensa autarquía del individuo que afirma el género y niega la especie, necesita ser víctima compadecida y por tanto muy apta para ser financiada por un estado que aspira a pulverizar la sociedad civil en millones de opciones contradictorias. Ninguna de ellas es capaz, en su conflicto íntimo, de ser autosuficiente. Necesita de un Estado piadoso.
Está el mundo entero muriéndose a chorros por una gripe maligna que afecta más a los pobres que a ricos, a ancianos que a niños.
Y salen a desmelenarse los descerebrados.
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