Artículo publicado en el periódico Ideal, mayo de 2022
En los primeros meses de la vida, es cuando el niño conoce el
bien en la familia en donde todo se recibe y en general, los niños, se
impregnan del amor de sus padres. El amor es conocido mediante las caricias y
el alimento que le pone contento al niño. Esta recepción del amor es el primer
trato con la felicidad.
A partir de aquí, el niño vive al calor de sus padres,
aprendiendo de ellos el modelo de comportamiento. En su crecimiento va
despegándose naturalmente de ellos y descubre su intimidad y su libertad.
Aparecen dos modos de su naturaleza que son como tallos
nuevos que emergen de la misma raíz y que van a constituir su personalidad.
El problema es entonces cómo debe tratarse su intimidad y su
libertad. Es un problema porque hasta la adolescencia, ha recibido amor y
generosidad, pero con el desarrollo corporal y mental ocurre un modo de ruptura
con el paradigma de la infancia.
Las certezas absolutas de los primeros años se vuelven pura
incertidumbre y se pregunta qué hacer con la intimidad y qué hacer con la
libertad y como conjugar la libertad que se abre al mundo y la intimidad que le
inclina a encerrarse en sí mismo.
Surge entonces el papel de la experiencia vital que, aunque
él lo sepa o no, lo quiera o no, tiene un término cierto en la estructura de la
vida: el matrimonio y con la profesión, la familia y la felicidad.
El hombre apetece el bien que ha recibido y para el que está
hecho. Eso supone la desgracia de no tener familia siquiera de adopción o de
acogida. No se recibe amor, no se sabe de lo bueno ni siquiera se sabe lo que
es recibir y la alternativa parece entonces no ser sino alguien al que se le ha
negado injustamente el amor.
Ante la injusticia de
su situación es probable que su pasión dominante sea el odio.
Sabemos por experiencia que esa situación, cada vez más
común, puede reconducirse precisamente por el amor que recibirá de otras
personas, especialmente cuando encuentre la mujer que ama y empiece de nuevo la
aproximación a la felicidad.
Cuando en el ambiente y en los medios, términos como verdad,
felicidad y bien, cuando los valores-Max Scheler- se sustituyen por las cosas,
el estado del bienestar oscurece la memoria. El presente, yugula las preguntas
por el por qué y el para qué.
Entonces todo lo apetecible, lo que da “vida”, lo encuentras
en Internet. Uno se alimenta de cosas, imágenes y sonidos que, en su natural
fugacidad, requieren cambios constantes. Es la rebelión del presente contra la
historia, del autoconsumo, sobre el servicio a los demás.
Aquel “pensar en el día de mañana” o ser “un hombre de
provecho” que nos decían las madres, no resuenan en la conciencia porque cada
vez hay menos madres y los niños son menos niños.
Parece obvio donde está la raíz de esa laxitud de la
sociedad, volcada en los paraísos de “fin-de-semana”: la desestructuración de
las familias en todo el Occidente.
Los niños encuentran un clima helado, en aquello que antes
era un hogar. Nadie les dice con cariño donde está el bien, nadie les quiere,
en todo caso los consume como objeto de lujo.
La falta de auténtica familia es la razón de una sociedad
desmoralizada atraída por modelos, éxito y modas, de trampa y de cartón.
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