Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, julio 2019
La intimidad es el recinto donde
suele entrar cada persona si no anda perdido por la brillante frialdad de los extrarradios. En el exterior se debilita el
calor del corazón, la fuente de la vida.
Eso explica que normalmente la
gente sensata considere ese recinto algo sagrado, inviolable, intangible.
Puede pensarse y algunos piensan
que la intimidad es un prejuicio individualista, propio de la moral burguesa
que se opone a la conciencia colectiva o de clase y que fomenta la lírica
romántica y la insolidaridad.
La literatura clásica, Platón,
las escuelas morales romanas, Cicerón, Marco Aurelio, y más adelante el profesor de Retórica San
Agustín de Hipona no encaja con ese diseño artificial del socialismo del siglo
XIX.
La intimidad, la vida interior
es el huerto secreto donde sólo habita uno y donde uno mismo descubre que
habita Dios, “más íntimo a mí que yo mismo”. Allí en la desnudez sin máscara,
habita la Verdad.
El mundo digital, ligado
directamente con la comunicación, ha promovido lógicamente la globalización. En
la Internet, que es medio de medios en
donde no cuentan los fines en un primer plano, se comunican mensajes e imágenes.
Los mensajes transmiten información entre las personas y las imágenes nos las
ofrecen en su parecido y en su comportamiento como si realmente estuvieran aquí
mismo en redes y aplicaciones.
Todo este despliegue de
posibilidades que debemos a la tecnología originariamente militar, está creando
problemas en cuanto las personas son las que transmiten información sobre ellas
mismas y sobre los demás. Se puede agredir a un rival o competidor en el
trabajo o en la calle pero esa agresión alcanza una virtualidad global
difundiendo falsas noticias, injurias o calumnias.
Y lo más extravagante es la
difusión de imágenes y vídeos de las mismas personas que las han filmado de sí
mismas y por sí mismas.
La crítica a la moral burguesa
nos ha dejado con una moral colectiva en donde todos somos culpables de la
culpa de cada uno. Los individuos no tienen por qué preocuparse de lo bueno y lo malo porque esto es competencia
del Departamento ministerial que suministra qué conciencia debe tener cada uno.
Entonces, inevitablemente, emerge
el largo tentáculo de la culpa que agarra el corazón de cada uno. Nos recuerda que
hace cinco o diez años posamos en
desnudez erótica ante el inmenso mundo mundial y sus siete mil millones de
habitantes que tendrán móviles de 4G aunque no coman pan.
La conciencia individual,
personal se revuelve y se siente lapidada como la adúltera.
En la conciencia hay muchos
repliegues donde no habita la libertad. Si todos me señalan con el dedo, va a
resultar un acoso global, insoportable si no se tienen resortes, si no se
intenta recuperar la intimidad perdida y si no se encuentra en lo más sagrado
de uno mismo a Dios.
Cuando nos creó sabía sobradamente todo
nuestro historial y sabiéndolo, nos amó.
“Quiero que tu existas y yo lucharé contigo”.
Todas las penosas circunstancias
que lleva consigo ese despilfarro de intimidad por los medios es tan fugaz y
pasajero como una mala noche en una mala posada. Es fugaz como la lluvia de
anteayer o la moda de primavera.
Lo que no pasa y es inmutable es
verdadero el amor que habita dentro de nosotros y que solemos sustituir por el
amor propio.
La libertad tiene sus límites y
en la libertad de expresión, esos límites se constituyen en el respeto a la
persona, a su intimidad.
No vale todo. No podemos hablar
mal de nadie y en este “no podemos” se manifiesta nuestra libertad porque la
verdad es que sí podemos pero no “debemos”.
El mundo digital como toda
realidad humana debe ser regulado con sentido común. No se puede convertir en
la cloaca de todos los vertederos del alma. Esta regulación debe protegerse a
sí misma de manera que la lucha por limpiar los medios no se convierta en un
pretexto para sofocarlos.
El peor peligro de la democracia
es que unos, pocos o muchos monopolicen la verdad absoluta o el derecho
absoluto individual a la libertad de hacer daño al prójimo.
La intimidad tiene por lo menos
tres niveles: el meramente exterior y corporal que custodia el pudor y la
vergüenza, el subconsciente que protege el psiquiatra y el absolutamente libre
donde está la voluntad del yo y su objeto específico que es Dios mismo.
La intimidad no se lleva bien
con el afán de notoriedad. Cuando éste acaba siendo, una forma virtual del
exhibicionismo.
La gente se desahoga contando lo
que pasa por su mente, a un médico o a un amigo íntimo y todo queda guardado
por la natural confidencialidad. Estos espacios de comunicación no salen del
ámbito del respeto propio y ajeno.
Cuando uno quiere hacer público
ese mundo que sólo es propio de sí mismo, cuando lo íntimo se convierte en
público, tu alma y tu cuerpo sufrirán el acoso de ese patio de vecinos que es
el mundo global.
Hay ejemplos ilustres de gente
que abre su alma al mundo mostrando su lucha interior por volverse al bien y
hacer el bien. No es lo mismo la manifestación erótica de la propia imagen
corporal. Siempre produce sufrimiento en el contexto social y personal.
El alejamiento de la intimidad
nos conduce directamente a la promiscuidad, cercana a la oscuridad.
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