Artículo publicado en Ideal de Granada, junio 2019
Por estas fechas se celebra el quinto aniversario de la
sucesión al trono de Felipe VI, tras la abdicación de su padre. Es un momento
oportuno para reflexionar sobre esta monarquía en la que España
navega desde hace ya, 45 años.
Sobre la monarquía en general y su alternativa, la
república, es ocioso extenderse porque
los manuales y los concienzudos tratados, han dicho mucho más de lo que podamos
decir aquí. Hablemos de la Monarquía de Felipe VI en continuidad con la de su
padre, Juan Carlos, ya retirado de la vida pública.
Adelanto la opinión de que en este tema sobran los
dogmatismos de uno u otro signo, puesto que la bondad de una forma de Estado,
no es un derivado de las definiciones generales sino de su utilidad concreta en
un periodo determinado.
No vale decir que una forma es más racional que la otra. Racional
era Robespierre y absurda, la Corte de Windsor, por lo menos a primera vista.
Examinemos la cuestión sin presupuestos que pueden ser
prejuicios ideológicos.
Las formas de Estado son estructuras de gobernabilidad cuya
función benéfica o no, no se conoce a priori sino sobre la marcha.
A Juan Carlos se debe el gran cambio hacia el desarrollo de
las libertades públicas. Dicho sea de paso, con ello a una notable prosperidad,
superior a la de los regímenes anteriores.
Juan Carlos fue,
afortunadamente, bastante más que un símbolo, pues en los primeros cinco años
de su reinado añadió a su legitimidad histórica, la legitimidad en el ejercicio del poder. Hizo posible que las
propias Cortes de la Dictadura lo proclamaran Rey y Jefe del Estado y que se
aprobase la Constitución. De este hecho dirigido desde arriba con el consenso
general, se llega a unas elecciones democráticas y a unas Cortes constituyentes.
Este lustro, sufrió el golpe de estado del 23 F, que sea
como fuere, se decidió por la voluntad del monarca que es, por mandato
constitucional, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas.
Estos hechos del período 1975-1981 deben su desenlace a la
voluntad del Rey.
A partir de aquí termina lo que podríamos llamar el período
constituyente del régimen constitucional. Juan Carlos desempeña el papel que le
asigna la Constitución, durante casi cuatro décadas.
El Rey encarnó el respaldo legitimador de los gobiernos de
izquierda y de derecha que tuvieron que resolver, quizá como principal problema
el conflicto con la banda terrorista ETA.
Hace sólo un año se escenificó la disolución de ETA,
mediante un complicado dispositivo, obra al parecer de Rubalcaba pero que
combinaba la acción policial
franco-española con la apertura de un futuro político para los herederos
de la banda.
Todo esto y mucho más lo hicieron gobiernos que tenían asegurada
su gestión por el respaldo de la Corona, ya
siendo rey Felipe VI.
Esta es una de las
derivadas de la monarquía parlamentaria que parece que no hace nada-los
ilustres inútiles se les ha llamado- pero lo posibilita todo.
Felipe VI ha tenido que afrontar un golpe de estado
independentista en Cataluña que se saltó,
de inmediato y a la vista de todos, el marco constitucional. La respuesta del
Gobierno Rajoy fue la aplicación del artículo 155 de la Constitución y la
intervención de la autonomía.
El Rey intervino personalmente pero en el estrecho margen
que le concede la norma constitucional. Una presencia y un discurso pero sin
ambigüedades.
Un contraejemplo que ha sido muy instructivo para la
monarquía de 1975 es el papel de Alfonso XIII en el golpe de estado de Primo de
Rivera que suspendió las Cortes. Era la época de los fascismos y del Partido
Único. Si fue un error nombrar a Primo de Rivera, mayor fue el abandono de la Jefatura
del Estado al evaluar como una derrota de la Institución, el resultado de las elecciones
municipales del 13 de abril. Con su marcha se abrió paso a la República al día
siguiente.
Alfonso XIII, bienintencionado, quiso evitar el baño de
sangre que se aplazó sólo cinco años.
Es fácil pensar, a caso hecho, que el Rey pudo volver a la
Constitución de 1876 y nombrar un gobierno constitucional.
La historia y la política no van por los caminos de la trigonometría
sino más bien de la física del poder. Nadie ayudó a Alfonso XIII a tomar esa
decisión y era reciente la caída de los Imperios centrales, Alemania, Austria y
la Revolución rusa.
¿De qué servía la Constitución de 1876 si los mismos
generales que se alzaron contra la República en 1936, negaron a Alfonso XIII,
su apoyo en 1931?
Probablemente las circunstancias del momento, el fervor
popular en las ciudades, no aconsejaban tal cosa.
Lo que quiero transmitir a los lectores es la idea de que
los papeles en los que se escriben las constituciones, son sólo papeles, si no
tienen un contexto social que crea en ellos y los cumpla sinceramente.
De ahí la importancia de los medios de comunicación que
suelen ser creadores de opinión.
Una de las virtudes de esta
monarquía es que ha dado estabilidad al país en momentos turbulentos.
La estabilidad en sí, ya es un hecho más allá de los
papeles.
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