Las constantes avalanchas
de inmigrantes por el estrecho y los recientes asaltos a los CIE en Canet de
Mar y otros puntos de Cataluña, deben
ser ocasión de reflexión serena.
Los “mena”, menores no
acogidos son supervivientes de las pateras suicidas que llegan a nosotros del
Magreb y de los países subsaharianos. Mayores o menores, mujeres y bebés, no
son aventureros sino supervivientes de dos guerras, las de sus países de origen
y las de las mafias y del paso por el Estrecho.
La inmigración, las
grandes migraciones que existen desde el paleolítico siguen una especie de ley
similar a la de los gases: Los gases tienden a expandirse y a ocupar el
vacío.
Los humanos no somos gases
aunque a veces cuando tomamos forma de masa, lo parecemos, esta analogía nos
sirve para explicar gran parte de las causas y las consecuencias de los flujos
migratorios que se han hecho evidentes y acuciantes en Europa, desde
el comienzo de la guerra de Siria.
Cuando se hace el vacío,
la gente escapa hacia lugares donde encuentran espacio para la supervivencia.
Nadie se va de su casa cuando está cómodo y de acuerdo con sus expectativas.
Estos flujos son en
general productos de la necesidad-guerra o hambre- pero a la vez, espontáneas, no
dirigidas por los Gobiernos. No como las grandes deportaciones del estalinismo
que desplazaban forzosamente a las personas como si fueran hormigas.
La espontaneidad no es de
las personas sino de las masas que sólo heroicamente permanecen en los lugares
donde se les hace el vacío.
El descenso de la
natalidad en Occidente crea el vacío suficiente para generar esperanzas. Se
vislumbra que en los países desarrollados siempre habrá trabajo para aquellos oficios
que nadie quiere. Ellos son, “Nadie”. Están dispuestos a asumir las tareas más
bajas de la sociedad occidental.
En principio la
inmigración ofrece, sobre el papel, solución a este problema. Las cosas, puesto
que se trata de personas y no de gases, son más complejas.
Durante la crisis, el
número de inmigrantes descendió sustancialmente. Ahora que hemos vuelto “débilmente”
a remontar nuestra economía, vuelve a crecer. Si hay trabajo llegan si no, no.
Tampoco este extremo es
tan simple. Nuestra juventud emigra por no encontrar trabajos que correspondan
a su cualificación. Es evidente que los inmigrantes no van a competir con los que emigran, salvo por sueldos más
bajos.
Son las leyes del mercado
que desde el declive de la socialdemocracia y extensión de la globalización y
del neoliberalismo, no conocen límites.
Cuando nuestros equipos de
salvamento recogen los supervivientes en el Estrecho, no piensan en esas cosas
sino que tienen delante personas como ellos mismos a los que hay que salvar,
como sea, como probablemente ellos harían con nosotros en circunstancias
similares.
Europa tiene miedo de esas
oleadas porque vio en su momento masas y no personas. Aunque el fenómeno se ha
reducido, persiste. Europa ve con recelo la libre circulación de personas no
sólo por su incidencia en el mercado de trabajo sino porque introduce variables
en cuanto a identidad. Son variables de lengua, de religión, de costumbres e
incluso, afectan a la seguridad nacional.
Este es uno de los
factores determinantes del “breakssit” y de la vuelta de muchos gobiernos a
concepciones autoritarias e identitarias que quieren frenar el peligro.
En el caso de la
inmigración musulmana, se añade el miedo cierto al terrorismo y la convicción
de que el islamismo moderado siempre
guardará su moderación, más para los yihadistas que para los países que los
acogen.
En nuestro país,
franceses, alemanes y británicos se asientan en el Levante, Andalucía y las
Islas con la única pretensión de disfrutar de sus pensiones en regiones de
clima idílico y con la cobertura adecuada de la Seguridad Social.
Aunque en Castellón y
Alicante hay más extranjeros que españoles, en el conjunto del Estado la
inmigración ronda el 10%.
Hay un tema en donde
ciertamente es preciso activar la
regulación de esos flujos migratorios: el caso de los “mena” o menores no
acogidos. Puede haber 50.000 vagando de una parte a otra sin muchas
perspectivas más allá de la droga, la prostitución o la delincuencia.
No son peores que nosotros
sino que se ven forzados por nosotros a vivir en unas circunstancias de las que
no sabemos si nosotros podríamos salir.
No se puede permitir la
entrada de aquellos a los que no somos capaces de acoger dignamente.
Eso cuesta dinero pero al
mismo tiempo encuentra en nuestras gentes una voluntad humanitaria demostrada.
Si hay que cerrar
fronteras para defenderse de los miserables es que falta inteligencia. Hay que
sentarse a considerar un problema que tiene también aspectos de solución.
En España no hemos sido xenófobos sino que al
revés que otras culturas hemos practicado sistemáticamente el mestizaje.
Paradójicamente los que eliminaron a los indígenas nos acusan falsamente de lo
mismo.
Con todo el índice de
xenofobia crece en aquellas áreas donde la presencia de los inmigrantes es más
numerosa y conflictiva.
Hace falta un Plan Nacional
de Inmigración que regule este problema con humanidad y sentido común. Algo que
está realizando Cáritas dentro de sus posibilidades.
No debe
dejarse “a la buena de Dios” que es la manera que los españoles, aun los más
agnósticos y ateos, suelen dejar correr las cosas.
Hay maneras civilizadas de
regular los flujos migratorios.
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