miércoles, 28 de enero de 2015

La política de sentido común


Artículo publicado en el periódico Ideal, 28 de enero de 2015

No hay ni debe haber paridad entre los ciudadanos corrientes y aquellos que desempeñan una responsabilidad política. No es lo mismo votar que ser votado.

Fotografía tomada del blog
El contrato social
Rousseau pensaba que el ciudadano, al votar, actuaba como soberano y al obedecer como súbdito. Así, el contrato social era un contrato de cada uno consigo mismo. Con esta perspectiva, la resultante real es que el que manda se siente legitimado por el que obedece y éste percibe que el que obedece, no es él, sino su representante, el político. Un encaje de bolillos, que desgraciadamente, se quedó en ideología.  

En tiempos se hablaba del bien común, fin último del Estado, fundamento de la legitimidad de la autoridad pública. Hoy en día, el término “bien común”, no se emplea porque eso supondría que todos tenemos la misma idea,  de bien común, y del bien mismo.

El centro de gravedad de la legitimidad se ha desplazado, en la atmósfera economicista que vivimos, hacia el “interés general”. La legitimidad se ha cambiado por la simple legalidad. Todas las disquisiciones sobre el origen y el ejercicio de la autoridad se han simplificado. Lo único que importa es que la autoridad, sea legal, que la vote la mayoría. Se evita con ello, el debate sobre el bien y el mal y también, sobre qué es lo más interesante para todos y lo que no lo es tanto. Es como intentar navegar en las trianeras del Ribadesella. Se sortean los obstáculos y se asegura que estamos de acuerdo en algo.

La legitimidad en forma de obediencia al legitimado, tampoco encaja porque según parece, obedecer repugna a la dignidad humana, pero si el interés de cada uno se incrementa, en eso estamos de acuerdo,  todos.

¿Cómo consensuar en algo? No lo estamos en qué es, una persona, qué es vida, que es matrimonio, qué es libertad, y un largo etc.

Existe una expresión que se utiliza bastante, aunque es de toda la vida y que podemos aceptar provisionalmente: la fuente de la legitimidad, es el sentido común.

El repaso a los titulares de prensa, a los noticiarios y a las declaraciones, hacen suspirar al ciudadano corriente, con mucha frecuencia: “¡Qué barbaridad!”, “¡increíble!”. Da la impresión de que vivimos en un mundo en donde todos los días ocurren cosas increíbles. Cuando se vive de milagro, no debiera haber lugar para la depresión.

La sorpresa continua y cotidiana, es, sin embargo, un factor de incertidumbre, cara al futuro porque lo que cabe esperar, es que mañana, el tamaño de lo increíble sea aun de mayor envergadura.

Por otro lado, los hechos son el suelo sobre el que se sostiene el sentido común. Los hechos dejan de ser discutibles, cuando nos afectan en lo más profundo, traspasando la epidermis. Aristóteles que creció siempre al amparo de la política hasta su consabida toma de cicuta, afirmaba que “En política, el principio, es el hecho”.
Pero ¿Qué son los hechos?

Los hechos son el pasado. Lo dice la Neurociencia. Cuando siento un dolor de estómago o de cartera, quiero entenderlo pero, el pensamiento es más lento que la percepción. Entender los hechos es pensarlos cuando ya son recuerdo. La única manera de no trabajar en pasado es proyectarlos al futuro. Eso supone fe.

Cuando los políticos no tienen en cuenta el sentido común, se atreven a todo. Lo hacen en la medida en que no tienen nada que perder todavía y mucho por ganar o en la medida, en que ya lo tienen todo perdido. Los aspirantes se atreven a todo desde la comodidad de no tener responsabilidades.

Nuestro momento político (e histórico) puede definirse como individualismo vitalista. Vivir a tope sin compromiso con nada ni nadie

Las leyes y las armas no cambian la moral de la gente y menos cuando están redactadas sin moral alguna, en el vacío de la paridad indeterminada, en la que todo vale.

Quizás una asignatura sobre “Comportamiento de sentido común” nos hiciera falta.

No es de sentido común hacer “puenting” y “balconing”, no lo es, reducir sanidad, educación e investigación. Tampoco vale como sentido común, insultar al Profeta o al Santo Cristo. Menos aun, degollar infieles o acusar al vecino de corrupción cuando en mi casa hay calderadas.

¿Cómo enseñar a tener sentido común?. Parece que eso no se puede enseñar. Se aprende en casa, si queda casa. En la familia está el sentido común, la legitimidad de la autoridad, el pensar en el otro, la generosidad y la distinción del bien y del mal. La prueba es que cuando no se viven esas virtudes naturales y obvias, de sentido común, la familia se desencuaderna y la sociedad le sigue.

Si el índice de natalidad en España es del 1’1 y el de los musulmanes,  del 2’3, es de sentido común que Occidente se islamice.

La política de apoyo a la familia, de incremento de la natalidad es la alternativa a muchos problemas, empezando por el de la inmigración. Desde un punto de vista económico, incluso, el capital humano educado en la responsabilidad y no en el placer barato, genera por sí sólo, puestos de trabajo.

Si cuidamos la familia y la educación (no la enseñanza que es otra cosa) resolveremos el paro y hasta los recortes en Sanidad.