Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 15 de marzo de 2015
En la Constitución de la Unión Soviética de 1936 en pleno
período estalinista entre los Derechos fundamentales que se reconocían había el
de “libertad de propaganda religiosa y libertad de propaganda antirreligiosa”.
Sabemos que entre el dicho y el hecho hay un trecho pero ahí está escrito. Es un
teórico reconocimiento de parte: En el ideario teórico de Stalin, subyacía la
lógica de ese Derecho fundamental.
Al año siguiente se firmó el Pacto de no agresión
Molotov-Von Ribbentrop que permitió, poco después, la invasión nazi de Polonia.
Ese pacto quedó en papel mojado al año siguiente. Para los nazis y los soviéticos,
las palabras eran –y son-papel mojado. Dicho de otro nodo, la fidelidad a la
palabra dada es un elemento irracional de la “moral burguesa”.
Unas cuantas décadas después en la Europa que nació de la
mano de Schumann, Adenauer y De Gasperi, cristianos, pública y privadamente, se
plantea la cuestión de hasta dónde puede llegar la libertad de expresión.
El contexto global ha
situado la confrontación político-religiosa a un nivel calórico de muchos
grados. Todos están dispuestos a morir y matar en nombre de la expresión
religiosa y antirreligiosa respectivamente: los radicales laicos y los
radicales yihadistas.
La diferencia con la Edad Media está en que entonces, el
comportamiento de ambas partes, cristianos y musulmanes, utilizaban un lenguaje
político común, basado en el principio de acción y reacción, Cruzadas y la
Yihad, la Guerras Santa.

Pasó medio siglo y Europa se seculariza a ritmo acelerado y
por libertad se entiende la libertad de expresión laica, con exclusión de todas
las demás. La enseñanza religiosa retrocede, la política familiar se acurruca
en tímidas propuestas, la natalidad desciende y la gente se harta de
materialismo y de mentira. Se marchan, los unos, a cuidar a los incurables, a
alfabetizar a los indios, y a dedicar sus vidas a los demás sin esperar recompensa.
Los otros, se alistan a la a la yihad donde la vida se pone
al servicio de la muerte con la esperanza de encontrar las diez mil vírgenes. Dos
formas nada materialistas, de entender la vida.
La Europa laica, rompe las amarras religiosas, porque la religión,
“no procede” y propone como alternativa, la libertad de placer y la libertad de
ofender.
El “respeto” a las opiniones y comportamientos ajenos, se
considera una aproximación al fascismo. Ya no valen el espíritu de Occidente, el de la Constitución de los
Estados Unidos o el de la Declaración de los Derechos Individuales de la ONU de
1947. No valen porque el sentido de cada término de esos textos, se entiende al
revés.

Ningún comportamiento público debe suponer connotaciones
agresivas o injuriosas para el adversario. Sin prejuicio de que cada uno, en
público y en privado, exprese que el otro se equivoca. Hay que excluir el odio,
el insulto sino por moralidad, por lo menos, por sentido común.
En estas cuestiones debería prevalecer el principio de
reciprocidad positiva que no es el principio de acción y reacción. Si en todo
el mundo se permite edificar mezquitas, lo sensato es que en todo el mundo se
permita edificar iglesias cristianas.
El ejercicio de la razón, sin embargo, no parece tan fácil
para muchos que dicen lo que no hacen y hacen lo que no dicen.
Una anécdota reciente. En un aula de Facultad, de una
universidad pública, se lee una tesis doctoral. En el tablón que se exhibe a la
entada, consta el listado del Tribunal o Comisión. Un miembro se titula:
“Catedrático, Doctor, Reverendo, Don…”.
No tarda en llegar el líder y sus “comités”, camaradas y le
espetan: Oye, tú, “eso no procede”
Lo que procede o no procede se aprende en dos fuentes: La
principal, es la recta conciencia de cada uno,
que no quiere para los demás, lo que no quiere para sí mismo. La segunda,
es la ley que debe cumplirse mientras no sea derogada por otra, según cauces
democráticos.

¿Tan difícil es comprenderlo, a algunos que aspiran a
gobernar?
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