sábado, 5 de marzo de 2016

El poder del silencio en la construcción de la personalidad

           
 Artículo publicado en el peridódico Ideal el 5 de marzo de 2016

Los jóvenes, los niños, no han evolucionado tanto en los últimos 50 años. El hecho de que se adapten rápida y ágilmente a la tecnología no desmiente aquella afirmación. Generación tras generación, los seres humanos se renuevan pero su estructura cerebral es prácticamente la misma.

Sé que la mayor parte de los lectores, creerán que estoy negando una evidencia o que, desde la edad, los juzgo como todos los mayores que han pensado de ellos en los últimos 8.000 años. Este último pensamiento corrobora, precisamente, que jóvenes y mayores siguen siendo semejantes, hoy como ayer.
Un análisis de esta cuestión nos permitirá comprender por qué casi todos convienen en la poca calidad de la enseñanza o en el déficit de educación y no sólo de los jóvenes, en el deterioro social y familiar, etc.
La idea de progreso se ha introducido en nuestro código cultural, desde hace casi tres siglos. Todos queremos mejorar pero la pregunta clave es ¿A quién queremos mejorar? ¿En qué queremos mejorar?
La mejora de la educación tiene poco que ver con el incremento de recursos tecnológicos, la movilidad, el aprendizaje de habilidades prácticas y la inmersión en la mecánica telemática.
Desde luego estas críticas convierten a quien las acepte en políticamente incorrecto y fuera de la circulación, o sea, en un estéril “outsider”, fuera de juego.
Lo siento pero es preciso seguir usando la cabeza sin miedo al presupuesto.
Para formar a los jóvenes hay que tener claro que es formar y quienes somos todos y cada uno de los formados y los formadores.
Si nos consideramos portadores de estructuras que nos determinan, creeremos que los cambios de legislación mejorarán la situación. Caemos en la cuenta que para formar a los jóvenes, antes hay que formar a los formadores y si hablamos de los legisladores en materia de educación, antes habrá que formar a los legisladores. Me abstengo en este punto de consideraciones de humor negro y de mordacidad ante el espectáculo que dan cuando salen a la pasarela.
¿Creemos de verdad que la frase de Armstrong de que “es un pequeño paso para el hombre pero un gran salto para la humanidad”, es convincente?
Si se me permite un punto de metafísica entre la más avanzada tecnología y las canicas, no hay diferencia porque canicas y ordenadores son objetos que serán buenos, malos o perversos si el que los maneja es bueno, malo o perverso. Los objetos no cambian a las personas porque son, sus criaturas. Son las personas las que pueden cambiar a las personas.
Es sabido y no me canso de repetirlo que todo anda en esa masa cerebral que contiene la caja del cráneo. Puede que esa perspectiva descarte cualquier aproximación romántica al tema de la formación.
El animal y el hombre, adulto o joven, mal formado, responde sin pensar a los estímulos agradables, e igualmente a los desagradables. No ha madurado ese colchón que constituyen las áreas asociativas del cerebro, un colchón que está destinado a filtrar los estímulos, a examinar su naturaleza y a responder según las conclusiones de ese examen. Es un espacio vacío donde sólo existe el silencio.
No todo lo agradable es bueno para las personas ni todo lo desagradable es malo. Es agradable recibir un millón por un soborno pero la conciencia, bien formada, piensa que es una vergüenza. Este es el gran tema de nuestro tiempo, la extensión devastadora  de la poca vergüenza.
¿Quién  es el responsable de distinguir la vergüenza de la poca vergüenza, de lo bueno y de lo malo? Este es punto crucial para la formación de la juventud.
Los responsables son los padres, los profesores y los legisladores por este orden subsidiario.
Tal vez las escuelas de padres, de maestros y de políticos, fueran un paso previo, pero, en todo caso, siempre es previo, realizar una analítica para comprobar si el sujeto tiene un índice suficiente de vergüenza.
La viciosa cuestión de: ¿quién le pone el cascabel al gato?, es aquí  muy pertinente.  Pero no se debe tirar nunca la toalla.
En cuestión de vergüenza las leyes valen de poco. ¿Acaso el disco duro de un ordenador cargado de contraseñas se le resiste a un buen  “hacker”?
Usar la cabeza. Hay que convencerse de que el pensamiento humano es el gran progreso de la especie. Ese progreso del pensar se cifra en algo tan esencialmente fácil como saber “pararse a pensar” ante los estímulos. Ellos, por si solos, no traen consigo la propia autocrítica.
Decidirse a frenar la recepción de información es lo que requiere entrenamiento de la voluntad.
Formarse es entrenarse con ayuda de un entrenador; eso se entiende bien. Entrenarse a fondo, no para alcanzar una meta sino para fortalecer la voluntad y ser cada vez más sacrificado, más generoso y solidario, para cambiar a mejor.
  Las cosas no se hacen por qué sí sino por razones. Confundir la libertad con el azar, es una equivocación. No se debe admitir que las cosas que manejamos nos impongan sus reglas porque esas reglas “objetivas”, son productos de personas que, por medio de ellas se sobreponen a  otras personas.
Marcharse al monte, sin móviles ni conexiones, es una mala estrategia. Es más duro y modesto, convivir con la tecnología, dominarla y sobrevolarla: ser señores, no siervos.  
La vergüenza no se hereda, se conquista.

 

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