domingo, 24 de octubre de 2021

América, América

Artículo publicado por el periódico Ideal, octubre 2021 




Es posible que los polinesios llegaran a la Isla de Pascua y de ahí

saltaran al continente. Cabe también que antes que los españoles llegaran

algunos mongoles a Alaska o los mismos vikingos a Terranova, pero eso

no es descubrir América. No son hechos memorables.

Sí lo son que los navegantes españoles abrieran los ojos de América a la

Civilización europea y que ésta extendiera la Modernidad, a esos pueblos.

No era otra la cultura que se exportaba a América. Era un momento en

que España estaba de moda, Cisneros hizo posible la Universidad de

Alcalá donde no se explicaba la filosofía nominalista de Salamanca y la

Biblia Políglota se anticipaba a la gran empresa de imprimir la Escritura

en sus lenguas originales.



Aunque las cartas geográficas estaban relativamente claras, embarcarse

por el Mar Tenebroso hacia lo absolutamente desconocido, representa

una calidad humana más de descubridor que de conquistador.

Cuando algunos creían aún que la tierra era plana, Cristóbal Colon e

Isabel la Católica apostaron por llegar a las Indias orientales no por la ruta

portuguesa sino por la cara oculta de la Tierra. Esto sólo es pensable

partiendo del supuesto de la redondez del planeta. Siglo y medio antes

que Galileo.

Nosotros entramos en América en nombre de Dios y de Castilla, teniendo

este título el significado de que los territorios conquistados no eran

colonias en el sentido moderno del término sino parte del territorio

español a modo de Comunidades Autónomas que se denominaron

Virreinatos.

Tanto era el sentido que los españoles tenían de la igualdad de los seres

humanos que, desde el primer momento, no cazaban indios, sino que se

casaban con sus hijas. De tal modo que hoy mismo hay indigenismo

porque hay indígenas mientras que en el Norte quedan pocos en

reservas, a modo de museos a los que se puede entrar por un módico

precio.



Nosotros creamos ciudades, Universidades, Bibliotecas y como todos los

que ponen el pie en lo ajeno, se llevaron el oro, la plata, los tomates y las

patatas que salvarían a Europa de los períodos constantes de peste,

secuela del hambre.


Nos llevamos el oro, pero dejamos el alma y cuando por nuestra mala

cabeza fundimos el oro, no sólo en disfrute sino en la defensa de valores

universales en Europa, en América crecían y crecían hombres y mujeres

de todas las razas que hablaban español.

Y con el español, llevaban consigo toda la obra del siglo de Oro:

Cervantes, Garcilaso, Vitoria y Suárez.

El Quijote, retrato profundo y descarnado del espíritu español que nos

escanea hasta lo más recóndito y que testifica que luchamos no por el

oro sino por un ideal tan alto que en su locura preparaba una larga

decadencia.

A mediados del siglo XVIII, el Conde de Aranda, Capitán general de

Valencia y luego de Madrid, el personaje clave del reinado de Carlos III, ya

proyectó un plan para resolver el futuro de la América hispana, pues,

estaba convencido que no se podría sostener aquel Imperio, mucho

tiempo.

América se gobernaba desde la península y la mayor parte de los que

ostentaban autoridad, del virrey hasta cualquier corregidor, eran

españoles nacidos en la península. Ese método buscaba conseguir una

imparcialidad en aquellos lugares donde no cabía esperarla de los

naturales.



La rivalidad entre los criollos ricos y los funcionarios llegados de España

que, aquellos motejaban de “zarrapastrosos”-dice Madariaga- se

prolongó siglos y derivó en la Emancipación.

La España “donde no se ponía el sol” proyectaba muchas sombras como

es propio de todo lo humano.

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