sábado, 15 de enero de 2022

Historia sin adjetivos

 Artículo publicado en diciembre de 2021 en el periódico Ideal




La memoria histórica no debe ser un escaneo del pasado porque obviamente, ningún scanner lleva una aplicación de la máquina del tiempo. Por eso, el relato del pasado, oficio difícil de los historiadores es una reconstrucción de los hechos pasados tanto más difícil cuanto más lejano y tanto más comprometido cuanto más próximo. En ocasiones surge la tentación de tirar la toalla y apostar por lo imposible con el riesgo de caer en la ficción.

Las fuentes en las que se apoya la ciencia histórica son, principalmente, documentos y restos arqueológicos.

Los documentos pertenecen a autores remotos, escritores que tomaron parte en los acontecimientos o que de algún modo estuvieron influidos por ellos.

La labor del historiador es la de realizar una especie de careo o juicio contradictorio del que se espera que aparezcan los hechos desnudos, al margen de las opiniones. Este sería el ideal de una interpretación positivista de la historia.

Parece un ideal, pero no es tan fácil porque es preciso establecer previamente qué es un hecho y en consecuencia asegurar un concepto de los hechos históricos.

En general los lectores suelen creer que el relato se reduce a una propaganda a dos bandas.



Reducir la historia a mera propaganda es ya, propaganda porque en la medida en que hay ciencia las hipótesis deben confirmarse con pruebas científicas fehacientes como ocurre en física.

La arqueología actual que goza de un instrumental tecnológico de quinta generación facilita la cercanía a los hechos en cuanto hechos.

Podemos saber, por ejemplo, el número de habitantes que vivían en Jerusalén en la época de Jesús: en torno a 30.000 que se doblaban en la Pascua como leemos en el exégeta Jeremías. La arqueología estudia los restos de asentamientos, de cultivos, de depósitos de almacenamiento de víveres o espacios para la guarda del ganado.

En tiempos más próximos, las crónicas y los historiadores que las manejaron, nos dan una argumentación verosímil que acaba consolidándose en los manuales.

Luego vienen las interpretaciones y valoraciones en los que es muy difícil sustraerse a los contextos en los que escribe el historiador y de su ideología.

¿Quién ganó la batalla de Belchite, en nuestra guerra civil? También se polemiza si la batalla por Madrid fue un error de estrategia o riesgo calculado.

En cuanto entramos a considerar las causas ya nos acercamos a la “filosofía”, pues esto depende de la perspectiva ideológica desde la que se juzgue.

Así los ilustrados coinciden en considerar a Carlos III como un gran rey, pero no era así para los jesuitas ni tampoco para los amotinados contra Esquilache, poco afectos a la higiene y a la luz de las farolas.

Por todas estas razones y muchas más sería aconsejable despojar a los relatos históricos de adjetivos y adverbios, de juicios temerarios sobre buenos y malos. Sobre las intenciones no se puede hacer historia y las causas generales son siempre el juicio de los vencedores sobre los vencidos.



El historiador no puede ser juez y parte. Por eso los Juicios de Nuremberg no debieron proceder porque, películas aparte, las masacres y bombardeos masivos sobre la población civil fueron compartidos.

Las guerras a partir de la I Guerra Mundial son guerras de exterminio tan salvajes como las luchas tribales en África. Hablar de justicia en estas condiciones es escandaloso.

¿Ocurrió el holocausto? Sin duda. Israel, desde la Torah, hace bien en vengarse. Los cristianos desde el Evangelio, tenemos otra vara de medir.

 

 

 

 

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