domingo, 13 de febrero de 2022

El arte de "dar la vuelta"

 Artículo publicado en el periódico Ideal, febrero 2022


        La forma más “avanzada” de democracia se la debemos a Spinoza:  quien tiene que decidir qué es bueno o malo es prerrogativa de la mayoría de la Asamblea.

   Esta democracia maximalista, afortunadamente no cuajó ni siquiera en la Constitución norteamericana, ni en posteriores Declaraciones de Derechos Humanos.



En todas ellas se reconocen aquellos Derechos como previos a toda votación.

  Se suele argumentar que lo propio de las sociedades “avanzadas” es avanzar, y avanzar es cambiar, dado lo aburrido en seguir siempre en lo mismo.

Sin embargo, esa mentalidad que siempre quiere cambiar “a lo que sea más cómodo”, privilegia la comodidad individual sobre la social que es uno de los rasgos de todo delito.

Pero ¿qué es un derecho o qué es un delito?

Es cierto que el derecho y la moral no son lo mismo y que un acto moralmente malo no tiene por qué ser de suyo penado por las leyes, pero aquí no tratamos de penas sino del acto metajurídico de decidir qué es derecho.

En democracia las leyes las dictan los legisladores que lo son por su pertenencia a un partido político o a una coalición dominante. Así la política al establecer los derechos, establece a la vez, los deberes.

Al cabo de cuatro años o menos, cambian las mayorías y lo que era derecho, ahora es un entuerto y lo que fue tuerto se convierte en sano.

El positivismo es un relativismo jurídico a ultranza.

En todos los países que fundaron la democracia moderna se distingue muy bien entre el nivel de la Constitución y el de la legislación ordinaria. Una Constitución tiene una vocación de permanencia porque quiere ser el referente de las demás leyes.

Por esta razón se mueve en una esfera intemporal que no se presta discusiones en el día a día y en cada momento.

Por lo mismo la tabla de derechos humanos, si quiere garantías de reconocimiento debe ser lo más intemporal posible puesto que quiere ser lo más permanente posible.



A partir de los sesenta del pasado siglo, se vuelve a la mentalidad del socialismo utópico del siglo XVIII, que todo lo pone en cuestión y solfa generando unas nuevas ideologías que deciden volver del revés todo lo que hasta entonces se tuvo por derecho.

¿Y por qué no si cambiar es avanzar?

La posmodernidad en la que estamos, es una especie de enciclopedismo en donde dar la vuelta a lo que hay (Voltaire) es acercarnos a la justicia.

Conceptos tan evidentes como qué es derecho, qué es humano, que es sexo, que es animal, que es finito e infinito, se vuelven del revés concluyendo en postular una sociedad meramente formal en la que sus individuos están todos desvinculados unos de otros, y cualquier regla es opresiva.

Las normas son entendidas como una fuerza antidisturbios.

Reducir el derecho a política es malo, pero reducir la moral a política es simplemente vender huevos sólo con la cáscara. 

Se vuelve del revés aquella máxima liberal “el derecho de cada uno llega hasta donde empieza el derecho de los demás”. trocándolo por la máxima okupa: “Mi derecho individual no tiene límites” con lo que el absoluto social se cambia por el absoluto individual.

Llega un político y me dice que el derecho a la vida no es un derecho sino un prejuicio que lo avanzado, por cómodo, es banalizar la vida en favor de la libertad de una madre cuyo hijo no es un hijo sino un tumor.

El sentido común, por común, aplasta mi libertad.

 

 

 

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