Artículo publicado en Ideal, julio de 2021
Para entender el rompecabezas que representa el actual y
eterno conflicto de todos contra todos, hay que ir por partes,
encajarlas en el todo.
Pensemos que en otros siglos existía una estructura
política, el Imperio, derivada de la fórmula romana. El sentido
de ese modelo de convivencia es que abarcaba en un solo
estado múltiples etnias, religiones e ideologías. Este sistema
funcionó bastante bien hasta el final de la segunda guerra
mundial.
Los imperios: español, francés, británico, austro-húngaro,
desempeñaban este papel. Especialmente, para nuestro tema,
el Imperio otomano, que tomó el relevo del Imperio bizantino,
su territorio y alguna de sus instituciones.
Los imperios están pensados a lo grande con afán
expansionista, pero a la vez, protegiendo la identidad de las
pequeñas etnias, religiones y culturas.
Actualmente los drusos son cerca de dos millones de
personas que mantienen creencias de origen islámico, pero
con muchas peculiaridades de todo tipo. Tienen sus propias
Escrituras, una interpretación alegórica del Corán y una gran
cohesión interna.
El ejército de Israel, que se pasea por Siria como en
territorio propio, ha bombardeado Damasco, para controlar el
confuso nuevo gobierno sirio y para defender a los drusos, que
como es propio de su idiosincrasia, quieren mantener su
personalidad frente a los demás grupos.
Una concepción mecánica de la geopolítica, nos diría que
estamos sufriendo todavía el efecto de la disolución de los
grandes imperios, en este caso, el otomano, pero también el
austro-húngaro que ha determinado las guerras de los
Balcanes, el ruso que decayó con el hundimiento de la URRS y
la caída del Muro de Berlín.
En todos estos casos, se habla de “estados fallidos” y la
etiqueta es muy precisa en todas las estructuras políticas que
van desde la frontera turca hasta la frontera de Israel,
incluyendo el Kurdistán en el Norte de Irak.
Los rusos y los chinos siguen creyendo en la fórmula
imperial que se basa en una fuerza militar y policial que quiere
salvar formalmente las diversidades, pero lo consigue con
dificultad, en ambos casos.
En el resto del mundo las pequeñas identidades nacionales
se agrupan en organizaciones como la Unión Europea, pero
carecen de verdadera decisión política y se sienten
presionados por las migraciones que, en gran parte, tienen su
origen en el reciclaje de los pueblos que no pueden ser
integrados en los estados fallidos y que tampoco son recibidos
de buen grado en los paraísos de destino.
Los drusos, los alauitas, las milicias chiitas, los gazapíes o
palestinos son las virutas, los efectos colaterales de las dos
guerras mundiales y de la caótica disolución de aquellos
imperios.
Recomponer los imperios, no es pensable. Los Estados
Unidos en el actual aislacionismo de Trump, funciona más
como un estado-nación que como Imperio. Los sucesores del
Imperio español avanzan, igual que otros pueblos migrantes,
huyendo de sus estados fallidos con la pretensión de saltar Río
Grande.
Los informes científicos, con una masa de cifras
estadísticas indigeribles sobre la situación mundial en todos
los aspectos de la vida, desde el cambio climático al balance
entre demografía descendente en el primer mundo y de
ascendente especialmente en África, producen un ánimo
deprimido que no es el mejor estímulo para resolver los
problemas.
Esas cifras, como los informes de bajas en las guerras, no
tienen en cuenta el valor fundamental de cada ser humano, su
talento y su capacidad de cambiar las cosas.
Ahora vemos como la mera información, la más ordenada y
categorizada, como la IA, acumula una carga insoportable
sobre nuestras espaldas. Ante ella, sólo la invención, la
iniciativa y la libertad, permite ver el mundo con esperanza.
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