sábado, 27 de julio de 2019

Inmigración: como solución y como problema


 Artículo publicado en Ideal en julio de 2019


Las constantes avalanchas de inmigrantes por el estrecho y los recientes asaltos a los CIE en Canet de Mar y otros puntos de Cataluña, deben  ser ocasión de reflexión serena.
Los “mena”, menores no acogidos son supervivientes de las pateras suicidas que llegan a nosotros del Magreb y de los países subsaharianos. Mayores o menores, mujeres y bebés, no son aventureros sino supervivientes de dos guerras, las de sus países de origen y las de las mafias y del paso por el Estrecho.
La inmigración, las grandes migraciones que existen desde el paleolítico siguen una especie de ley similar a la de los gases: Los gases tienden a expandirse y a ocupar el vacío.  
Los humanos no somos gases aunque a veces cuando tomamos forma de masa, lo parecemos, esta analogía nos sirve para explicar gran parte de las causas y las consecuencias de los flujos migratorios que se han hecho evidentes y acuciantes en Europa,  desde  el comienzo de la guerra de Siria.

Cuando se hace el vacío, la gente escapa hacia lugares donde encuentran espacio para la supervivencia. Nadie se va de su casa cuando está cómodo y de acuerdo con sus expectativas.
Estos flujos son en general productos de la necesidad-guerra o hambre- pero a la vez, espontáneas, no dirigidas por los Gobiernos. No como las grandes deportaciones del estalinismo que desplazaban forzosamente a las personas como si fueran hormigas.

La espontaneidad no es de las personas sino de las masas que sólo heroicamente permanecen en los lugares donde se les hace el vacío.
El descenso de la natalidad en Occidente crea el vacío suficiente para generar esperanzas. Se vislumbra que en los países desarrollados siempre habrá trabajo para aquellos oficios que nadie quiere. Ellos son, “Nadie”. Están dispuestos a asumir las tareas más bajas de la sociedad occidental.
En principio la inmigración  ofrece, sobre el papel,  solución a este problema. Las cosas, puesto que se trata de personas y no de gases, son más complejas.
Durante la crisis, el número de inmigrantes descendió sustancialmente. Ahora que hemos vuelto “débilmente” a remontar nuestra economía, vuelve a crecer. Si hay trabajo llegan si no, no.
Tampoco este extremo es tan simple. Nuestra juventud emigra por no encontrar trabajos que correspondan a su cualificación. Es evidente que los inmigrantes no van a competir  con los que emigran, salvo por sueldos más bajos.
Son las leyes del mercado que desde el declive de la socialdemocracia y extensión de la globalización y del neoliberalismo, no conocen límites.
Cuando nuestros equipos de salvamento recogen los supervivientes en el Estrecho, no piensan en esas cosas sino que tienen delante personas como ellos mismos a los que hay que salvar, como sea, como probablemente ellos harían con nosotros en circunstancias similares.
Europa tiene miedo de esas oleadas porque vio en su momento masas y no personas. Aunque el fenómeno se ha reducido, persiste. Europa ve con recelo la libre circulación de personas no sólo por su incidencia en el mercado de trabajo sino porque introduce variables en cuanto a identidad. Son variables de lengua, de religión, de costumbres e incluso, afectan a la seguridad nacional.
Este es uno de los factores determinantes del “breakssit” y de la vuelta de muchos gobiernos a concepciones autoritarias e identitarias que quieren frenar el peligro.
En el caso de la inmigración musulmana, se añade el miedo cierto al terrorismo y la convicción de que el islamismo moderado  siempre guardará su moderación, más para los yihadistas que para los países que los acogen.
En nuestro país, franceses, alemanes y británicos se asientan en el Levante, Andalucía y las Islas con la única pretensión de disfrutar de sus pensiones en regiones de clima idílico y con la cobertura adecuada de la Seguridad Social.
Aunque en Castellón y Alicante hay más extranjeros que españoles, en el conjunto del Estado la inmigración ronda el 10%.
Hay un tema en donde ciertamente es preciso  activar la regulación de esos flujos migratorios: el caso de los “mena” o menores no acogidos. Puede haber 50.000 vagando de una parte a otra sin muchas perspectivas más allá de la droga, la prostitución o la delincuencia.
No son peores que nosotros sino que se ven forzados por nosotros a vivir en unas circunstancias de las que no sabemos si nosotros podríamos salir.
No se puede permitir la entrada de aquellos a los que no somos capaces de acoger dignamente.
Eso cuesta dinero pero al mismo tiempo encuentra en nuestras gentes una voluntad humanitaria demostrada.
Si hay que cerrar fronteras para defenderse de los miserables es que falta inteligencia. Hay que sentarse a considerar un problema que tiene también aspectos de solución.


 En España no hemos sido xenófobos sino que al revés que otras culturas hemos practicado sistemáticamente el mestizaje. Paradójicamente los que eliminaron a los indígenas nos acusan falsamente de lo mismo.
Con todo el índice de xenofobia crece en aquellas áreas donde la presencia de los inmigrantes es más numerosa y conflictiva.
Hace falta un Plan Nacional de Inmigración que regule este problema con humanidad y sentido común. Algo que está realizando Cáritas dentro de sus posibilidades.
  No debe dejarse “a la buena de Dios” que es la manera que los españoles, aun los más agnósticos y ateos, suelen dejar correr las cosas.
Hay maneras civilizadas de regular los flujos migratorios.




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