jueves, 4 de julio de 2019

La expresión de la intimidad


Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, julio 2019

La intimidad es el recinto donde suele entrar cada persona si no anda perdido por la brillante frialdad de los  extrarradios. En el exterior se debilita el calor del corazón, la fuente de la vida.
Eso explica que normalmente la gente sensata considere ese recinto algo sagrado, inviolable, intangible.
Puede pensarse y algunos piensan que la intimidad es un prejuicio individualista, propio de la moral burguesa que se opone a la conciencia colectiva o de clase y que fomenta la lírica romántica y la insolidaridad.
La literatura clásica, Platón, las escuelas morales romanas, Cicerón, Marco Aurelio,  y más adelante el profesor de Retórica San Agustín de Hipona no encaja con ese diseño artificial del socialismo del siglo XIX.
La intimidad, la vida interior es el huerto secreto donde sólo habita uno y donde uno mismo descubre que habita Dios, “más íntimo a mí que yo mismo”. Allí en la desnudez sin máscara, habita la Verdad.
El mundo digital, ligado directamente con la comunicación, ha promovido lógicamente la globalización. En la  Internet, que es medio de medios en donde no cuentan los fines en un primer plano, se comunican mensajes e imágenes. Los mensajes transmiten información entre las personas y las imágenes nos las ofrecen en su parecido y en su comportamiento como si realmente estuvieran aquí mismo en redes y aplicaciones.
Todo este despliegue de posibilidades que debemos a la tecnología originariamente militar, está creando problemas en cuanto las personas son las que transmiten información sobre ellas mismas y sobre los demás. Se puede agredir a un rival o competidor en el trabajo o en la calle pero esa agresión alcanza una virtualidad global difundiendo falsas noticias, injurias o calumnias.

Y lo más extravagante es la difusión de imágenes y vídeos de las mismas personas que las han filmado de sí mismas y por sí mismas.
La crítica a la moral burguesa nos ha dejado con una moral colectiva en donde todos somos culpables de la culpa de cada uno. Los individuos no tienen por qué preocuparse de  lo bueno y lo malo porque esto es competencia del Departamento ministerial que suministra qué conciencia debe tener cada uno.
Entonces, inevitablemente, emerge el largo tentáculo de la culpa que agarra el corazón de cada uno. Nos recuerda que hace  cinco o diez años posamos en desnudez erótica ante el inmenso mundo mundial y sus siete mil millones de habitantes que tendrán móviles de 4G aunque no coman pan.
La conciencia individual, personal se revuelve y se siente lapidada como la adúltera.
En la conciencia hay muchos repliegues donde no habita la libertad. Si todos me señalan con el dedo, va a resultar un acoso global, insoportable si no se tienen resortes, si no se intenta recuperar la intimidad perdida y si no se encuentra en lo más sagrado de uno mismo a Dios.
 Cuando nos creó sabía sobradamente todo nuestro historial y sabiéndolo, nos amó.
“Quiero que tu existas y  yo lucharé contigo”.
Todas las penosas circunstancias que lleva consigo ese despilfarro de intimidad por los medios es tan fugaz y pasajero como una mala noche en una mala posada. Es fugaz como la lluvia de anteayer o la moda de primavera.
Lo que no pasa y es inmutable es verdadero el amor que habita dentro de nosotros y que solemos sustituir por el amor propio.
La libertad tiene sus límites y en la libertad de expresión, esos límites se constituyen en el respeto a la persona, a su intimidad.
No vale todo. No podemos hablar mal de nadie y en este “no podemos” se manifiesta nuestra libertad porque la verdad es que sí podemos pero no “debemos”.
El mundo digital como toda realidad humana debe ser regulado con sentido común. No se puede convertir en la cloaca de todos los vertederos del alma. Esta regulación debe protegerse a sí misma de manera que la lucha por limpiar los medios no se convierta en un pretexto para sofocarlos.
El peor peligro de la democracia es que unos, pocos o muchos monopolicen la verdad absoluta o el derecho absoluto individual a la libertad de hacer daño al prójimo.
La intimidad tiene por lo menos tres niveles: el meramente exterior y corporal que custodia el pudor y la vergüenza, el subconsciente que protege el psiquiatra y el absolutamente libre donde está la voluntad del yo y su objeto específico que es Dios mismo.
La intimidad no se lleva bien con el afán de notoriedad. Cuando éste acaba siendo, una forma virtual del exhibicionismo.
La gente se desahoga contando lo que pasa por su mente, a un médico o a un amigo íntimo y todo queda guardado por la natural confidencialidad. Estos espacios de comunicación no salen del ámbito del respeto propio y ajeno.
Cuando uno quiere hacer público ese mundo que sólo es propio de sí mismo, cuando lo íntimo se convierte en público, tu alma y tu cuerpo sufrirán el acoso de ese patio de vecinos que es el mundo global.
Hay ejemplos ilustres de gente que abre su alma al mundo mostrando su lucha interior por volverse al bien y hacer el bien. No es lo mismo la manifestación erótica de la propia imagen corporal. Siempre produce sufrimiento en el contexto social y personal.
El alejamiento de la intimidad nos conduce directamente a la promiscuidad, cercana a la oscuridad.

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